I
Estoy consciente de que todo cambia. Todo se transforma. Nada permanece. Mucho más un país, un pueblo, una nación. Las personas, las costumbres, las modas, los intereses. Todo muta, esa es la naturaleza del universo, me dirá algún académico. Es inevitable. Hasta el cuerpo humano cambia con el pasar del tiempo. Imagínense lo que ocurre con un país entero.
Venezuela es ahora como esos viejitos que desgraciadamente los familiares abandonan a su suerte. Sin medicamentos, pero lo peor, sin cariño, sin compasión, sin compañía, sin abrazos, sin familia, sin dolientes, sin respeto, sin ley.
En medio de esta involución en la que andamos no tiene por qué extrañarnos nada de lo que ocurre.
II
Las excusiones de los sábados con toda la familia comenzaban en el supermercado. Ya lo he contado antes, íbamos de Los Teques al Cada de Los Símbolos. Un negocio privado con empleados que se dedicaba al asunto lícito de vender mercadería que les compraban a proveedores nacionales y extranjeros.
Esos tiempos no volverán. Primero, porque mi padre murió hace 20 años, mi madre es una linda viejita a la que cuido en casa y, además, ya no vivimos en la capital del estado Miranda. No les voy a decir cuánto tiempo hace de eso. Eso no ha cambiado, soy vanidosa.
Tengo la gracia de tener una hija a la que le gusta la cocina, y desde niña hacíamos el mismo paseo. Los sábados también, porque soy una madre trabajadora. Primero desayunábamos en una panadería cerca de casa. De nuevo, negocio lícito con empleados y demás que se dedica a vender mercancía que producen sus empleados con materia prima nacional e importada. Luego nos íbamos a comprar hortalizas, quesos y demás. A veces nos acompañaban mi hermana y mi sobrina, mi otra hija querida. Las razones por las cuales esto ya no sucede nada tienen que ver con que ya las niñas sean unas mujeres o tengan otros intereses. El cambio se debe más bien a que los supermercados son lugares en los que no puedo comprar frecuentemente, todo es demasiado caro; además, las colas de los bachaqueros son insoportables.
En su lugar, los sábados en la mañana, muy temprano, visito los mercaditos municipales. Los gochos son mis héroes, o en su defecto, los jarilleros. Suelo imaginar que todos esos muchachos mirandinos que venden fresas, duraznos y demás fueron en algún momento pacienticos de mi papá. Son gente que cultiva el campo o les compra de primera mano a los productores y vienen lícitamente, bajo la protección de alguna alcaldía, a expender los productos, usualmente a muy buen precio.
Me enorgullezco de hacer rendir el dinero con estas excursiones, y mi hija se ha vuelto una experta en buscar buenos precios.
No puedo negar que en algún momento, cuando me he visto en la verdadera necesidad, he recurrido a los bachaqueros. Pero no hay bolsillo que aguante. Las veces que lo he hecho he escuchado las opiniones de mis compañeros, que eso es fomentar la usura, que esa gente es despiadada y yo les estoy regalando mi dinero, etc. Tienen razón. Pero es bastante difícil reñir con la urgencia de, por ejemplo, un paquete de toallas sanitarias. Sin embargo, me pongo a pensar, un bachaquero invierte dinero y tiempo en una cola, y al final es un simple revendedor, figura que seguramente está tipificada en alguna parte de los libros de economía del mercado.
III
Todo cambia, pero no necesariamente evoluciona. No me debe extrañar que después de leer el trabajo de Natalia Matamoros en El Nacional, más de uno esté pensando echarse su viajecito, y no precisamente a Cúcuta (de nuevo, donde hay negocios lícitos que expenden mercancía de la manera más lícita posible).
Alguno planificará enrumbarse hacia un destino más endógeno, como Tocorón Mall, en donde hay de todo y sin hacer cola. Además, se compra con mucha seguridad porque los empleados están armados hasta los dientes. Y si se ponen cómicos, el pran los mete en cintura, porque él es la ley.
¿Por qué hay de todo? Porque no hay camión de pollo, harina de maíz, pasta, detergentes, productos de aseo personal que transite por la carretera que se salve. Un grupo comando los intercepta y le saca la mercancía, se la roba, pues. Y con eso surten los casi 50 locales que hay en el mall.
Viva la experiencia de comprar en la cárcel más segura del planeta, en la que los “privados de libertad” están al servicio del consumidor. Y si les provoca, después de una buena compra, pueden bailar en la discoteca Tokio.
IV
Yo me niego. El que compra productos robados comete un delito. Nadie me sacará de eso. Aunque este país cada día sucumba más ante la inmoralidad que fomentan desde hace 17 años los que dicen gobernarnos.
Me horroricé cuando Chávez dijo que es justificado robar si se tiene hambre. Me horrorizo ahora con lo que a muchos les parece normal. Puedo cambiar, envejecer, hasta mudarme, pero mis principios no los comprometo por estos malandros ni por nadie.

